In a bad Mood


Son las 11:11 am y la habitación de mi departamento es un desorden huracanado. Es como si el Fenómeno del Niño hubiera azotado mi cama. Me duele levemente la cabeza y eso me recuerda que ayer estuve libando varias bebidas espirituosas. Empecé con un Capitán Morgan y terminé tomando un whisky amargo que ignoro su etiqueta. Tengo la costumbre de tomar abundante agua cuando siento que estoy cruzando el límite de copas. Me han dicho que es un buen secreto para esquivar la resaca. A veces tomo tanta agua en mi neurosis alcohólica que varios barmans me han preguntado si estoy mal de la próstata.

Son las 12:30 y la señora Marielita toca la puerta. Hoy es el único día que aparece en mi departamento y lo transforma en un hogar cristiano. Es increíble la velocidad con que limpia esta mujer. En 40 minutos consigue lo que yo demoraría en una tarde completa. Lava, plancha, barre y trapea. Todo lo que toca su mano resplandece como el mármol de una iglesia. Algunas veces viene con su hija adolecente y trabajan en equipo. No exagero cuando digo que son el Real Madrid de la limpieza.

MOOD se llama la discoteca que fui ayer. Me dieron un pase para una fiesta en blanco y negro, de modo que había que ir vestido en esos colores. Ayer es una de esas noches donde te das cuenta que ya no eres el chibolo de antes. Una de esas circunstancias en donde haciendo las sumas y restas te llevas el premio al más viejo de la fiesta. No sé si lo era, pero fijo que quedaba entre los finalistas, de manera que si estuviéramos en un concurso de belleza, al menos me tocaba el miss sonrisa.

Como para aumentar los dígitos de mi edad se me ocurrió ponerme camisa y pantalón de drill. No es que lo haga a propósito, tengo la tendencia a vestirme así desde que tenía 14 años. Quisiera tener el poder de verme, de observar lo antiguo que se me ve en medio esos pulpines achorados.

En MOOD estaba Viviana. La encontré en torno a una mesa metálica con una pareja de gringos. Todos se meneaban al ritmo de una música electrónica bien pastrula. La pareja extrajera resultó ser alemana. Ella parecía una muñeca de porcelana de Bavaria. No era muy alta pero sus facciones eran suaves y contorneadas. Sus ojos por ratos fulguraban como las llamas azules que salen de una hornilla a gas. Cuando lo vi a él, no imaginé que era europeo, más bien parecía argentino. Sus rostros se veían amables. Una botella de Capitán Morgan amenizó la conversación. No sé en qué momento acepté trasladarme al centro de la pista de la pista de baile. No sé cómo me uní a ellos en un frenesí electrónico que no me explico hasta ahora. Pero ahí estaba yo, como una versión trucha de John Travolta en  Grease, tratando de bailar hip hop. Fue divertido y creo que en cierta forma me sentí rejuvenecido... 



      

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